Era una tarde soleada en Manhattan. El verano invitaba a permanecer en casa con los ventiladores o innovadores aires acondicionados si tenías suficiente dinero para comprar uno. O sino, podías ir a la piscina del vecindario o club social más cercano. No obstante, si no padecías tanto el calor, podías salir a pasear tranquilamente.

Eso mismo había echo Alexander. Él no padecía sufrimiento o molestia alguna por el calor, de hecho era como si casi y no lo percibiera. Y en realidad no era solo eso, sino que simplemente era prácticamente inmune al calor, gracias a su mutación genética. Aunque claro, esto él no lo sabía, en absoluto. Y tampoco le interesaba saberlo, no quería saber nada al respecto de sus poderes, eran demasiado peligrosos hasta para él.

Y allí estaba, caminando por el Central Park, disfrutando de como la luz del Sol bañaba de un color dorado las hojas de los árboles y el reflejo de los cristales. Corrían los ochenta y el pueblo americano era próspero, vivía en paz. Se había llevado la mejor parte de las dos guerras y corrían los últimos vestigios de una guerra fría que para la población común y corriente jamás había existido y mucho menos había sufrido. Más nada de esto interesaba realmente a Alex, de hecho no era consciente en su totalidad de lo que estaba sucediendo en el mundo a nivel global, mucho menos nacional y local... de a poco se iba enterando. Hacía algo así como un año que había logrado escapar de las garras de aquel científico demente que había experimentado con él a gusto y disgusto durante tres años. Y aún no se lo acababa de creer, ni de acostumbrar, mucho menos lograba recuperar algo tan simple y esencial como su identidad...
Pero si podía hacer algo y eso era estar sentado en una banca del parque disfrutando de aquel atardecer en Nueva York, mientras el Sol acariciaba su rostro y el sentía como si lo llenara de energía.

Calor. El mundo se derretía, los demás estudiantes parecían no tener otra cosa de la que hablar y se aglomeraban en los salones, que tenían unos ventiladores que algo intentaban remediar. ¡Se reía ella del calor! Sólamente hacía un poco menos de frío para ella. Era una de las pocas ventajas que tenía ser una cerilla con patas. Y lo cierto era que en verano lo agradecía enormemente, pero en invierno lo pasaba bastante mal. Teniendo en cuenta que su piel estaba habituada al calor, estaba claro que el frío le afectaba en sobremanera. Ya sólo el agua cayendo por su piel le molestaba y le resultaba desagradable. Quizá se debiera a aquella manía que parecía tener media escuela de tirarla a la piscina cuando estaba en llamas o de apagarla con el extintor. Era ya un trauma.

Aquel día habían decidido hacer una especie de fiesta en la piscina, así que ella había decidido huir, por el peligro de acabar empapada y con cara de gato rabioso. No tenía ganas de salir de allí, debido a que en días como aquellos la gente no salía a la calle. Pero para su sorpresa, vio a lo lejos a un chico rubio, de más o menos su edad, sentado en medio de Central Park. Alzó las cejas y se acercó andando despacio. No le gustaba estar en sitios así, tan llenos de verde. Se sentía una bomba de relojería, y no sería la primera vez que causa un incendio. Aquella vez también había terminado con secuelas en la flora de Nueva York. Al llegar hasta allí, se sentó en el otro extremo del banco, sin mirar a aquel joven. No iba a empezar a hablar ella, estaba claro, aunque lo cierto era que aquel chico estaba muy bien; aunque los rubios no eran lo suyo, con este haría una gran excepción.

Permaneció en su lugar, sobre la banca un buen rato. Se encontraba tan tranquilo, tan apacible, que podía pasar la vida allí y no le molestaría. Él era demasiada calma, un océano de tranquilidad pura que necesitaba ser agitado. Ni mareas ni corrientes marinas lo surcaban.

—¿Hola?— reprochó irónico, al observar como una chica rubia, adolescente que rondaría su edad o podía incluso ser mayor. Porque sabía por ojo propio que las chicas no tenían un cuerpo más o menos marcados según la edad, es decir podías confundir a una de quince con una de veinte en muchos casos. Mientras que a un chico, difícilmente lo confundirías con quince años o veinte.

Suspiró, disfrutando de como un rayo de Sol acariciaba su rostro. Y finalmente volteó hacia la muchacha, que se mostraba algo orgullosa, algo reticente. —Me llamo Alex, ¿qué haces aquí sola?— llano, liso, concreto, inquirió con solemnidad. Así era él, algo taciturno, pero era la primera impresión ese rostro neutro y apacible que mostraba a los desconocidos, cordialidad pura. Entrecruzó sus manos, entrelazando sus dedos mientras descubría unas orbes verdes que ahora lo observaban fijamente y hacían que un nerviosismo le recorriera de pies a cabeza. Parpadeó e intentó hacer como si nada pero un ligero bochorno se plasmó en sus mejillas, más podía excusarse en el calor del día -falazmente ya que él no sufría el calor-. Pero había descubierto una cosa, redundante y un poco tarde, esa chica era guapa.