Horas y horas caminando, de pura introspección, entre árboles, césped e inmensos estanques, casi lagos. La Central Park Conservancy llevaba ya un año trabajando en la restauración del gran parque, y toparte con el personal por las instalaciones era ya costumbre. Estaban dándole un lavado de cara merecido y sin duda había sido una gran decisión por parte del ayuntamiento. No obstante, eso no tenía que ver con que él estuviera por allí. Sólo tenía uno de esos días morados, en los que las emociones se le antojaban cansadas y sólo quería respirar, no necesitaba nada más que eso.

Como cientos de personas por el Central Park, caminaba sin un rumbo claro. Se preguntaba si habría alguien con una dirección marcada en los kilómetros verdes de aquél lugar. Si realmente alguien buscaba algo allí, o a través del sitio. Si había alguien así, podía considerarse especial, como él o ella habían pocos. Podía asegurar que nadie estaba allí por deber, menos los trabajadores. Lo sentía al pasar al lado de unas viejecitas, de una madre con su hijo y de una pareja de enamorados. Todos andaban sin rumbo, por simplemente andar. El fino aire entre las hojas, sobre la hierba y bajo las ramas, esa ligera humedad de la vegetación, tan agradable, que recreaba ese ambiente tan lejano del área cosmopolita en la que se encontraba; todo ello incitaba a eso, a perderse, a dejarse llevar por el placer de la calma.

El por qué estaba así podía tener muchas respuestas y de momento Garoe no tenía la más mínima intención de ponerse a planteárselas, a pensar sobre el tema, a profundizar y buscarle solución o final. Aunque era su hábito, no tenía ganas de hacerlo. Deseaba estar con esa ligera sensación de no existir para nadie. A veces el pensar en el no existir suponía un alivio. Incluso cuando nada sujetaba un espada y le acorralaba contra la pared. Simple y llanamente, para existir en un mundo como aquél, como ese, en el que él y casi seis mil millones de habitantes existían, era mejor no existir, no el morir, sino no existir, literalmente... Quizás sea algo complejo de comprender pero, cuando puede que la única forma de hacerlo sea sintiéndolo.

Así, tras mucho andar, se terminaría perdiendo. No se preocupó por ello. Siguió andando. Se adentraría en algo semejante a una arboleada y reduciría el ritmo, dejándose embriagar por el lugar, en todo su esplendor por la luz del sol veraniego, que se introducía entre las ramas y daba al espacio un toque feérico capaz de dibujar una tenue sonrisa en los labios del joven hombre el cuál no parecía temer el no ser capaz de encontrar el camino de vuelta.

Todo aquello se le recordaba, acompañado de la nostalgia, a los juegos con sus hermanos en los bosques de la finca de su tía. El cómo se perdían, y su hermana se reía, llena de florecillas, creyéndose la ninfa más bella del bosque. Y es que quizás lo fuera. Eso le llevó a pensar cómo le iría en la academia, y luego, a la frágil situación de los mutantes.

Prefirió no seguir pensando. Pasear, y no más.

Hubiera continuado el paseo maravillado con el lugar si no hubiera sido por aquellos extraños ruidos. Sería la conservación, pensé, quienes estarían haciendo de las suyas a lo grande. En principio decidí continuar por mi cuenta. Aquél lugar, hasta ahora completamente desconocido para mí, me había casi enamorado y no estaba dispuesto a separarme de él. Ya que vamos, suponía que aquello que hiciera la conservación no tocaría ni un solo árbol de aquellos; de así ser, sería un tremendo delito contra el paisaje. No me sorprendería, los humanos ya habían cometido tales atrocidades como si nada, sentimos poco aprecio, o mejor dicho, apreciamos poco lo que nos rodea, tales sitios, tales placeres de la naturaleza. Pero vamos, prefería que así no fuera por lo ya dicho.

Sin embargo, mientras más andaba, más cercano era aquel alboroto. Los árboles continuaban, aquella arboleda parecía interminable. Y me gustaba la idea de que así fuera, de la misma forma que me desagradaba enormemente la de que se estuviera trastocando de alguna forma que estropeara la casi mágica zona.

Y tras adentrarme no se cuánto más, e ir acercándome a aquellos cada vez más misteriosos ruidos, encontré una escena inaudita. Aún entre los árboles, sin dejarme ver, me quedé quieto, expectativo, como si se tratara de un espectáculo dedicado a un único espectador, yo.

Había un teliquinético más en Manhattan. Y algo más llamativo, un mutante sin miedo a mostrar sus habilidades. O al menos eso parecía en lo poco tenso que estaba. Tras unos minutos viendo los sobrehumanos malabares comencé a plantearme el aparecer, el dejarme ver. Pensé en desconcertarle, en que dejara de proyectar sus poderes sin tener la más remota idea de qué. Pensé en asustarle un poco. No sé, me era divertida la idea. Pero como ya dije anteriormente, no estaba de ánimos.

Así que sólo me apoyé en uno de los árboles más cercanos al perímetro límite del claro donde aquél se encontraba, dejando que fuera la remota posibilidad de que dirigiera la mirada a mí la que le hiciera darse cuenta de que no estaba solo.